Cada año a través de la Madre Iglesia, Dios “concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que (…) por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser en plenitud hijos de Dios” (Prefacio I de Cuaresma).
De este modo, podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: “Pues hemos sido salvados en esperanza” (Rm 8, 24).
La
celebración litúrgica tiene un motivo, hay un acontecimiento original. El
acontecimiento original o el motivo de la celebración es siempre Jesús, el
Cristo: su encarnación, su vida, sus palabras y acciones, su entrega en la
cruz, su Resurrección, su Ascensión. Todo esto decimos que es el Misterio
Pascual.
Llamamos,
pues, Misterio Pascual, en general, a todo lo que realizó Cristo en su vida.
Sin embargo, normalmente, cuando hablamos de Misterio Pascual nos referimos a
lo más básico y fundamental de toda su vida: a la entrega total en la muerte y
al sí del Padre, al paso de la muerte a la vida, que es el resumen y culmen de
toda la vida de Cristo. Misterio Pascual, es pues, en resumen, su muerte y
resurrección.
¿Por qué
llamamos a todo Misterio Pascual? Porque todo lo que realizó Jesús en su vida
era ya salvífico. Anticipaba la fuerza de su Misterio Pascual. Anunciaban y
preparaban aquello que El daría a la Iglesia cuando todo tuviese su
cumplimiento en la resurrección. Todo es salvífico en Cristo, puesto que Él es
la salvación.
Pues bien,
el Misterio Pascual como comunidad del Teologado ha sido un motivo de la
celebración litúrgica de la Iglesia. Por tanto, lo que dijo y realizó Cristo es
fuente, fundamento y motivo de la celebración litúrgica y hemos celebrado en las
siguientes maneras:
Celebramos en comunidad
La
celebración no sólo hace participar a una comunidad en un acontecimiento de
salvación, sino que se convierte en un programa de vida. La celebración se
manifiesta como un motivo de compromiso vital. Lo cual quiere decir que los
cristianos vivimos lo que hemos celebrado. La salvación de Cristo no es para el
momento de la celebración, sino para toda la vida.
Celebramos en un lugar
Hemos celebrado en nuestra Capilla. Nosotros también cuidamos el lugar de celebración. Además, hemos dedicado una atención especial al espacio interior, que debe servir para reunir la comunidad en un ambiente que facilite el desarrollo normal de la liturgia y de la oración personal.
Nos Toca en Nuestros Sentimientos.
Concentra
la atención en la Palabra y en el Cuerpo de Cristo. Aceptamos su Palabra y
comemos su Cuerpo.
Todos los elementos que allí usamos para celebrar (cantos, palabra de Dios, oraciones, mesa-altar, ambón, sede, pan, vino, etc.) nos comunican un mensaje: que Dios se acerca a nosotros y se entrega. Nos transforma. Salimos renovados, salvados, liberados, con ganas de vivir como cristianos.
La Celebración no se Puede Expresar
Externamente
no pasa nada: Dios se ha acercado, se nos ha dado, pero si nos preguntan qué
hemos sentido, qué hemos vivido, se nos hace difícil y complicado expresarlo en
palabras. Además, cuando una celebración se razona, pierde gracia y, entonces
tenemos una celebración fosilizada, muerta, manipulada. Es decir, reducida a un
mensaje ideológico.
Celebrar es hacer Fiesta
Fiesta
porque una semana más reforzamos nuestra fraternidad, porque somos hermanos,
miembros de su Cuerpo. Celebramos encontrarnos con los hermanos. Celebramos el
entregar nuestros bienes para los que no tienen. Todo lo que vivimos en la
Eucaristía es motivo de alegría. Por eso cantamos. Para expresar nuestra
alegría, el amor de Dios. En la Eucaristía no cantamos para distraernos, para
no aburrirnos.
Resumiendo
Se celebra
aquello de lo que se está satisfecho, orgulloso, porque ha nacido de nosotros
mismos. La celebración libera horizontes, amplía la imaginación, ensancha los
sentimientos, sumerge en experiencias gratuitas, de contemplación, de silencio
elocuente, de comunicación no verbal.
La vida,
nuestra vida de cada día, está llena de celebraciones pequeñas o grandes, de
gestos rituales, de protocolos: desde el saludo más o menos formal
("celebro encontrarte, amigo") hasta el leer aquella página una y
otra vez del libro que sólo tú conoces, escuchar tu música preferida, o
descansar en aquel lugar de la casa que es remanso de paz y cuyos recuerdos y
vivencias configuran de alguna manera tu propia identidad.
Conclusión: El hombre es celebrativo por naturaleza
La persona
tiene el don, el regalo, la capacidad y la grandeza de volver sobre su acción.
Es un privilegiado. No es algo adquirido por educación, pero se necesitan ojos
para ver, oídos para escuchar, corazón para sentir. En definitiva, celebrar es
descubrir dentro de nosotros pozos de creatividad y fecundidad.
NSINGA., Robert, Mccj
4 de abril de 2021